Exceptuando el tema del diferendo limítrofe con Oruro, las demandas planteadas por el pueblo potosino al Órgano Ejecutivo no parecen ser desmedidas, como lo es, desde cualquier enfoque, la actitud asumida por las autoridades del Gobierno para conducir su tratamiento. Esta actitud gubernamental ha ocasionado que el movimiento cívico-popular de Potosí se radicalice y hay un serio temor por que la posición irreductible de autoridades y pobladores pueda desencadenar escenarios de violencia.
A lo anterior se debe agregar que residentes potosinos radicados en otras latitudes se van sumando a la movilización generando, por tanto, polos de conflictos en varios departamentos del país.
En ese contexto, hay que extremar esfuerzos para abrir espacios de diálogo, más aún si Potosí ha sido un departamento que sostenidamente ha respaldado al Presidente y su proyecto desde que en 2005 ganara las elecciones generales, más allá de cómo haya sido el comportamiento de las nuevas autoridades respecto al departamento. Con la justificada excepción de la elección municipal del pasado mes de abril –en la que triunfó René Joaquino y al que desde el Gobierno se intenta defenestrar utilizando las armas más innobles– el Presidente y el MAS han ganado todos los eventos electorales que se han realizado en los últimos tiempos.
Es probablemente por esta razón que la población potosina se encuentra, además de frustrada, desorientada, pues no se puede explicar fácilmente las razones por las que el Gobierno se ha mostrado tan displicente y soberbio en el tratamiento de sus demandas. Incluso las convocatorias al diálogo hechas por algunos ministros han caído en saco roto porque éstas han ido acompañadas de condiciones que, hasta muy poco tiempo, eran duramente criticadas por los mismos actores. Es decir, en los variados conflictos entre el Gobierno central y los movimientos regionales y sociales que hubo en la historia contemporánea, los sucesivos Gobiernos de turno exigían, como condición sine qua non para negociar, que se suspendan las medidas de presión, actitud que los entonces dirigentes de esos movimientos –y hoy autoridades del Órgano Ejecutivo– criticaban por ser una muestra de insensibilidad e indiferencia hacia los movilizados.
Hoy, ya en el ejercicio del poder, conminan con la misma exigencia a sus ex compañeros de ruta y eso, como es fácil colegir, no es entendido por una población que parece estar ya cansada de tanta retórica y poca eficiencia en la gestión pública; que privilegia los enfrentamientos antes que la búsqueda de soluciones y que parece que se encuentra incapacitada para atender la buena marcha del Estado.
Reflexionando sobre estos antecedentes es necesario, para frenar la escalada de violencia que se va configurando, que sea el propio presidente de la República quien tome a su cargo el tratamiento de este conflicto. Todo indica que ya no es posible dejar pasar el tiempo, sino que urge encontrar los mecanismos que permitan desarmar los espíritus y encontrar voluntad política para debatir la forma en que pueden resolverse las demandas potosinas.
Se trata de una grave responsabilidad política que no asumirla puede tener graves consecuencias para la región y el país.
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