En medio de una sorprendente indiferencia colectiva, sin que el asunto parezca tener ni la más mínima importancia, el Cerro Rico de Potosí está a punto de desmoronarse. En realidad, ya está desmoronándose todos los días, poco a poco. Y aunque todos saben que se está acercando el momento de un inminente colapso, no hay quién haga algo al respecto más allá de declaraciones formales.
Que el Cerro Rico de Potosí con su cónica forma sea uno de los sitios más importantes del patrimonio cultural y natural no sólo de nuestro país ni del continente, sino del mundo, no parece motivo suficiente para conmover a las autoridades municipales, departamentales y nacionales. Que todos los días ingresen a sus socavones más de 15 mil mineros, y que todos ellos lo hagan conscientes de que corren el riesgo de quedar sepultados bajo el peso de lo que queda del cerro, tampoco.
¿Cómo se explica tan negligente actitud? Ni motivaciones objetivas y racionales –las ligadas al alto precio y las enormes ganancias que todavía producen los minerales que salen del Cerro– ni las subjetivas –las atribuibles a un muy conflictivo inconsciente colectivo nutrido de casi 500 años de historia de cruel explotación colonial, primero, y capitalista, después– alcanzan para comprender la indiferencia con la que todo un país espera pasivamente la desaparición de uno de los más importantes elementos de su patrimonio natural y cultural.
Desde el punto de vista de la racionalidad económica, lo que se está haciendo es un monumental absurdo, pues si bien es cierto que los altos precios de los minerales en el mercado internacional proporcionan muy importantes ingresos a Potosí, éstos no llegan a rivalizar con los que proporciona la actividad turística, gran parte de la cual tiene en el Cerro Rico su principal atractivo.
La explotación minera del Cerro Rico, por otra parte, después de 466 años, tiene sus días contados. Más tarde o más temprano llegará a un límite más allá del cual será imposible continuar extrayéndole minerales a no ser que se lo haga, en un futuro no lejano, cerniendo el montón de escombros hasta obtener los últimos saldos.
Más complicado es el asunto si se lo considera desde el punto de vista de los más de 15 mil mineros que, asociados en 36 cooperativas, ingresan todos los días, frecuentemente acompañados de sus niños, a las casi 700 bocaminas que aún son explotadas. Para esas personas no hay una alternativa económica inmediatamente factible, pero tampoco es admisible que su suerte quede definitivamente unida a la de un cerro que se desmorona.
Las autoridades mineras de nuestro país están ya plenamente conscientes de la magnitud del peligro y de la responsabilidad que les corresponde, pero no actúan en consecuencia. Ya saben, porque abundan los informes técnicos que así lo confirman, que las implacables leyes de la física están ya en plena acción. Así lo indica, por ejemplo, lo ocurrido hace tres semanas cuando la punta del cerro, la que le daba su forma cónica, se derrumbó abriendo un cráter de 38 metros de circunferencia y 56 de profundidad.
Ante ello, las autoridades gubernamentales han decidido invertir “hasta 50 mil dólares si es necesario” para “estudiar” el problema. Con ese monto –dicen– es probable que dentro de cinco años tengan por fin los elementos de juicio necesarios para tomar una decisión.