Bartolomé Arzáns escribió un libro excepcional, quizás una de las narraciones más impresionantes y totalizadoras sobre una nación (americana y española al tiempo) que se hayan hecho nunca en nuestro continente. Con una sola obra concebida casi en las entrañas del cerro más rico de la historia, un hombre logró poner la columna vertebral del canon literario boliviano.
Hace unas semanas el Vicepresidente García Linera invitó a un grupo de intelectuales a proponer las 200 obras capitales al pensamiento boliviano. Cifra que nos refiere a los 200 años de independencia que se conmemorarán en 2025.
A este propósito me parece oportuno hablar de una de ellas, a mi juicio la fundadora de las letras y la historia boliviana, publicada recientemente (2da edición) en una excelente edición de Plural.
Potosí era un sueño, era El Dorado trepado en los cielos, era un río de plata que parecía no terminarse nunca pero que el insaciable imperio de los austrias y los borbones terminó por agotar como se agota la sangre de alguien herido irremediablemente.
Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela fue parte de ese tiempo irrepetible que hizo una ciudad viva y desmesurada como su propia historia, anclada en el rojo de la tierra que escondía el plateado metal a 4.000 metros sobre el nivel del mar, donde todos creían que era imposible nacer, improbable vivir y seguro morir. Allí tejió Arzáns la vida de Potosí, entre el sueño y la penumbra, jurando que su único norte era reflejar los hechos tal como acontecieron, para terminar escribiendo una historia apasionante y apasionada de milagros, sucesos extraordinarios, leyendas y cuentos de mercado, reyertas, explosivas historias de amor, pensamientos y deseos, lecciones morales y temas para la prédica inflamada de púlpito. Todo de una sola vez, pero sin traicionar jamás el espíritu indómito de los potosinos, que amasaron con el metal y la sangre uno de los momentos más increíbles de la historia de occidente.
Pero, ¿quién es el autor de la “Historia de la Villa Imperial de Potosí”, una de las obras mayores de la literatura e historia colonial de América, que como otras muchas nacidas de una nación como Bolivia, enclaustrada en la nostalgia del mar y en el macizo de los Andes, parecen mezclarse en la tierra y desaparecer en el estrecho límite de sus fronteras?
Bartolomé Arsánz de Orsúa y Vela nació en la Villa Imperial de Potosí en 1676. Criollo, descendiente de una familia bilbaína llegada al deslumbrante Potosí en una generación anterior. Autodidacta confeso “pues ni la gramática (que es común aprenderla en toda la puericia de esta Villa) no merecí su tan provechoso ejercicio”. Arzáns vivió aparentemente en estrechez económica. Se sabe por su hijo Diego y de sus propias apreciaciones que fue profesor y poco más, por ejemplo que era aficionado a los toros y celoso guardián de un texto que nunca quiso publicar en vida.
El Potosí de Arzáns había ya dejado de ser la esplendorosa Villa que entre 1580 y 1611 vivió su momento dorado en medio de la riqueza sin límites, convertido en emblema de opulencia en el mundo entero y una de las cinco principales ciudades del orbe con más de 120.000 almas en sus abigarradas y desordenadas calles. Pero el orgullo de sus vecinos no había disminuido un ápice. Aún había aliento para esculpir la magnífica portada de piedra de la iglesia de San Lorenzo y para que este hombre singular decidiera escribir una monumental historia que registrara para lo venidero las peripecias de su amada ciudad. Entre 1705 y 1736, año de su muerte, Arzáns escribió la “Historia de la Villa Imperial de Potosí”, obra que justificó su vida y lo llevó hasta nosotros. En el periodo 1705-1709 escribió sobre el tiempo que media entre el descubrimiento de la veta del Cerro Rico en 1545 y 1709. A partir de entonces pasó de la historia a la crónica, se hizo casi un periodista siguiendo en simultaneidad los hechos que veía acaecer. La muerte lo sorprendió con la obra inconclusa que intentó terminar su hijo Diego. Nuestro personaje fue un extraordinario recreador, recogió los hechos, apeló a la tradición oral, a “sus” fuentes y a otras tan serias como la “Crónica moralizada” de fray Antonio de la Calancha, mezcló mitos, leyendas y milagros, describió el pecado y fue –no podía ser de otro modo en esos años– moralista. Pero por sobre todo Arzáns, hijo de una rica tradición literaria, influido por la picaresca del siglo de oro, conocedor de los clásicos a los que citó como Lope o Cervantes, fue un escritor intenso y sencillo pero con un notable manejo del lenguaje. Arzáns no duda en las paráfrasis del autor del Quijote o las de Calderón, e igual que en las coplas de Manrique revela la peculiar visión trágica del catolicismo: “ Toda felicidad de esta vida es un engaño y ficción, y no verdadera dicha sino apariencia de dicha, y así no fue novedad que toda esta grandeza de Cerro, minadores y vanidad de la Imperial Villa de Potosí se acabase, pues al fin fueron bienes humanos… no bienes verdaderos sino sombra de bienes calificados de sombras...”
Bartolomé Arzáns escribió un libro excepcional, quizás una de las narraciones más impresionantes y totalizadoras sobre una nación (americana y española al tiempo) que se hayan hecho nunca en nuestro continente. Con una sola obra concebida casi en las entrañas del cerro más rico de la historia, un hombre logró poner la columna vertebral del canon literario boliviano.
El autor fue Presidente de la República.