Estoy pasando unos días en Uyuni y he ido por tierra unas cuantas veces a Potosí. El recorrido es de 200 kilómetros. Si usted cree que me siento cansado por estas correrías, déjeme comentarle que las he disfrutado a plenitud. No, no es esta vez mi lado masoquista el que habla, sino mi amor por la naturaleza y su estética.
El salar de Uyuni es reconocido mundialmente por ser un paisaje único, alucinante e inesperado. En la época de lluvias miles de japoneses, deseosos de ver la simetría perfecta que se da en esa inmensa piscina blanca de una profundidad de pocos centímetros, inundan la región. En la época seca el contraste entre el cielo azul y el increíble blanco de esa inmensa pampa invita a jugar con la imaginación y con las perspectivas. De pronto, una botella es más grande que un ser humano y éste puede fotografiarse con su propio coche sobre la palma de su mano.
Pero no, esta columna no trata de ese paisaje espectacular y único en el mundo. Me refiero a otro, al trayecto entre la ciudad de Potosí y la de Uyuni, a esos 200 kilómetros recientemente asfaltados, que son para mi gusto, por supuesto.
No es una de las siete rutas más maravillosas del mundo, pero sí una ruta excepcional. Excepcional por su belleza orográfica, con cañadones impresionantes, formaciones rocosas curiosísimas, sucesiones de colinas que se pierden en el horizonte, pequeños y grandes bofedales, algunos llenos de llamas pasteando.
Es difícil decir cuándo es la época del año ideal para pasar por esa carretera: en la verde época de lluvias o en el dorado otoño. Aún en el café invierno vale la pena hacerlo y, es más, no se sabe tampoco cuál es la mejor hora. Hace un par de días me tocó hacer parte del trayecto al final de la tarde, a esa hora en que los rayos de sol pintan de dorado a la paja brava y uno la ve más bella que a los lirios del campo bíblicos.
Pero hay algo más que es muy especial en esta ruta: no está contaminada por nuestra pobre y fea modernidad. No hay esas casas de dos o tres pisos de ladrillo, que tan a menudo se ven a lo largo de otras rutas altiplánicas. Hay menos calamina y hay largos trechos donde se está en absoluta soledad, en esa soledad que nos acerca a algo parecido a lo que algunos llaman divino. Lo que he visto de moderno me ha encantado, por ejemplo a los pastores arreando a los camélidos sobre sus motocicletas, al final de la tarde.
Como no todo es perfecto, y por suerte muy excepcionalmente y sólo cerca de Potosí, la naturaleza ha sido pringada por propaganda política y religiosa. Bellas formaciones rocosas han sido pintarrajeadas de azul con el nombre del candidato a la gobernación o frases tales como: “Jesús Vive”.
Agresiones hechas, las primeras por partidarios de un partido, que aunque proclama lo contrario, se estornuda en la naturaleza, y, las segundas, ensuciando la obra maestra del Dios, al que pretenden adorar. Pero ambas aberraciones son pocas y no llegan a irritar.
Estos viajes por esta carretera relativamente nueva me han abuenado una vez más con mi país. Hay algo más, los lados de la vía están limpios, casi no hay esa mugre que tanto afea todos los paisajes.
Si usted, amigo lector, tiene tiempo y un poco de dinero, le recomiendo hacer esta ruta lo antes posible. Ahora está en su punto, la combinación es perfecta: un buen camino sin las deformaciones de la modernidad y el progreso. Nada garantiza que quedará así por mucho tiempo.
El progreso es brutal, me refiero, por ejemplo, a la recién estrenada carretera entre La Paz y Oruro, y a sus pueblos con sus iglesias estranguladas por edificios privados y galpones deportivos.
Y vuelvo a mi columna de la semana pasada: la verdadera belleza de Bolivia está en sus paisajes, y eso es lo que se debería cuidar y explotar turísticamente.
El autor es operador de turismo.