Es necesario reagrupar lo que escribió para memoria de los 
jóvenes. Puestos a leer su obra en conjunto se conocerán mejor sus 
tendencias, un homenaje que debemos a un maestro tan ilustre que pasó a 
mejor vida..
Murió Waldo Peña Cazas y con 
él una época entre las columnas de este prestigioso diario. Pocos como 
él cultivaron una prosa tan cuidada, un respeto por la palabra y esa 
estética del escepticismo que fue su característica. Desde que lo 
conocí, nada, ningún proceso social lo entusiasmaba porque siempre tenía
 el ojo crítico puesto en él y tenía demasiada experiencia como para 
creer en algo.
Yo creo que Waldo Peña Cazas, el 
popular Pato que animaba la tertulia del Café Espresso de la Catedral, 
era un agnóstico conspicuo, dos palabras difíciles que sólo aluden a 
quien no cree ya en nada porque todo lo vivió.
Recuerdo
 que, en alguna oportunidad y siempre de buen humor, decidimos con mi 
carnal Alfredo conformar un grupo de los que ya no queríamos ir a Cuba, 
debido a que menudeaban las invitaciones a la isla pero ninguna nos 
tocaba, con lo militantes fervientes que éramos de aquella revolución. 
Le propuse esto a Waldo y, quitándose la boquilla del cigarro de la 
boca, me dijo que había una dificultad: Yo ya viajé a La Habana, pero 
antes de la revolución.
Así era este ilustre 
potosino que un buen día decidió afincarse en Cochabamba, junto a su 
distinguida esposa y su bella hija, y nunca más se movió. Se lo veía 
transitar por el café, frecuentar a viejos amigos, siempre presto a 
discutir y abordar temas con amigos y amigas, pero en todo momento con 
esa sonrisa escéptica que lo caracterizó. Su juicio crítico era 
inapelable y así se consagró en las letras bolivianas.
Pienso
 que una tarea urgente de este matutino y del Cronista de la Ciudad es 
rescatar sus columnas, que mantuvo por lo menos durante 30 años. Con él y
 Alfredo ya son dos viejos columnistas que partieron hacia el Más Allá y
 quizá sólo quedamos Paulovich y este servidor, entre los viejos digo.
Nunca
 vi que Waldo se alterara; incluso al sentirse indignado sabía hacerlo 
con calma, con esa civilidad que lo caracterizó en vida. Podía 
manifestar su desacuerdo con una posición, pero siempre lo hacía con 
calma, en esa suerte de diálogo socrático que tenía, como en Galeano y 
Borges, de la intimidad la falta de énfasis.
Eran 
épocas en las cuales mi carnal Alfredo me llevaba de la nariz a conocer 
personajes de la más variopinta catadura; no sólo artesanos interesantes
 o ciudadanos de a pie, que no leían ni los letreros, sino intelectuales
 de peso como Waldo, que, cómo no, llegó a ser un gran amigo de Alfredo.
 Gracias a él conocí a Waldo y me precio de ello. Quizá nunca nuestra 
prosa se iguale a la que cultivaban ambos, cristalina como agua del 
arroyo; decidora y elocuente como un conjunto de máximas.
Se fue Waldo y hay que aprestarse a partir, porque nos vamos a quedar solos.
Waldo
 vivió en los Estados Unidos, conoció Puerto Rico y, para mi sorpresa, 
La Habana cuando todavía gobernaba Batista y la hermosa isla era el 
sitio de recreo del Caribe. De allá se trajo una imagen desencantada del
 imperio y de la revolución, que trasunta el conjunto de su obra. En 
particular fue un crítico sagaz de la sociedad moderna, porque las 
impresiones que vivió en su juventud nunca lo abandonaron. Se retiró a 
Cochabamba y desde aquí escribió sin parar columna tras columna, y 
alguna vez ganó un premio de ensayo y su obra está inmortalizada en 
libro, pero es necesario reagrupar lo que escribió para memoria de los 
jóvenes. Puestos a leer su obra en conjunto se conocerán mejor sus 
tendencias, un homenaje que debemos a un maestro tan ilustre que pasó a 
mejor vida. 

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