Revisar nuestra historia, cuándo no, podría traer más provecho que inventarla de nuevo. Esto ya lo hemos escuchado, pero parece que no lo sabemos, para perjuicio propio, claro está.
Leyendo Llallagua, de Roberto Querejazu Calvo, libro añejo ya, se puede ver cuán iguales son los caminos nacionales, cuán verdadero es eso que dice Gracián en El Político, libro dedicado a Fernando el Católico: “La llave de un feliz y acertado reino consiste en el arrancar y, permítaseme decirlo así, en acertar a encarrilar. Por donde comenzó a correr el caudaloso río, por allí prosigue, que después es género imposible el mudarle la corriente”. Querejazu se propuso, implícitamente, contradecir la tesis cespediana sobre la rosca y sus últimos gobiernos. Quizás su paso por la Cancillería de Alberto Ostria lo predispuso ya de joven, además de sus diferencias con el MNR.
Y así, aunque en su libro no figuran saqueos de tiendas de abarrotes como los de hace pocos meses, sí se encuentran vivos los conflictos por minas, bordeando el enfrentamiento entre cuatreros. El Estado, bien gracias. Los juicios en los tribunales, infinitos, llenos de retruécanos, costosos, ininteligibles e imprevisibles.
El país siempre ha pagado, haciendo honor a los sentimientos de su inicio, a las víctimas, por nuestra gran compasión, pero también a los osados, a los temerarios, a los aventureros que replican a ese soldado español que tanta aversión parece suscitar (sobre todo estos años) en la superficie, pero cuyas actitudes seguimos adorando en la práctica. Sus genes son materia de muchos de los líderes que encumbramos. Padecemos una esquizofrenia entre nuestra búsqueda de justicia y el premio social y político que ofrecemos a la aventura, la falta de reglas y la capacidad de vencer, cualquiera sea la manera.
Que ese tributo al díscolo por encima del prudente se mantenga tan porfiadamente en nuestra vida nacional se debe también, sin duda, al tipo de gente que desde la Colonia nuestro país atrajo por causa de la minería.
Así, se repiten los modelos de la gente propia de las fiebres del oro de otros países: propensos al riesgo inmediato, jugadores, pero no gente inclinada a la vida apacible de la construcción, larga y aburrida.
Entre las cuestiones que más golpean al leer Llallagua están las peripecias del gobierno de Enrique Hertzog para contentar a los mineros sindicalizados a la vez que intentaba no dañar irremediablemente la industria minera privada, “rosquera”, para que siguiera produciendo. En suma, conflictos parecidos a los de hoy, cambiando lo que hay que cambiar (industria petrolera, asalariados y definiciones ideológicas del gobierno, por ejemplo).
También, la parte olvidada de nuestra historia, los personajes constructores: la figura de un Pastor Sainz devenido en próspero industrial minero por causa de la persecución política cruzada con talentos empresariales latentes, a la espera de que la política les dé paso alguna vez que una gentileza así fuera posible.
Es ésta, una reseña algo tardía de un libro de cuarenta y seis años de edad, pero es irresistible, por ejemplo, no citar hoy el terrible mensaje de Don Pastor Sainz, que debería resonar aún en los espíritus de los muchos que matarían por ser Presidente boliviano: “La mayor desgracia que le puede suceder a un hombre es ser Presidente de Bolivia”.
Fiel a esa premisa, Don Pastor, experimentado parlamentario y combatiente contra Melgarejo, rechazó una segura candidatura para ser presidente liberal que sucediera a Montes. Pocos casos de convicciones tan pesimistas llevadas a la práctica contra el hechizo nacional con el poder público.
Menudo río éste de nuestra historia,volviendo a Gracián, que nos hace prisioneros de su cauce y de su embravecido caudal.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado
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